La dimensión oculta
de: Manolo De Giorgi
Recuerdo, periódicamente, la preciosa observación de Enzo Mari durante una conversación de hace ya algunos años.
En aquella ocasión, repasando hacia atrás cuál había sido la contribución de los diversos empresarios en el éxito del diseño italiano, Mari me hizo notar, con su tono radical de siempre, que no era verdad que los objetos italianos eran industriales, sino que desde siempre se habían “pensado como industriales, pero se fabricaban de forma artesanal”. Esta sutil y demistificadora intuición surgió después de que, durante demasiado tiempo, se hubiera extendido un velo de Maya, se hubiera forzado la mano sobre una realidad industrial visible en apariencia, una ilusión que cubría la realidad de las cosas y que, en cambio, estaba oculta en otra parte. Durante décadas se ha querido silenciar la artesanía liquidándola, antes que nada, como un problema de simples números; si se trataba de serie mediana o grande, se hablaba de industria, si se trataba de serie pequeña, se hablaba de dimensión artesanal. Era evidente que, utilizando este parámetro, la artesanía se habría visto pulverizada y derrotada como una dimensión completamente superada y fuera del tiempo, mientras la serie, la gran serie, y las cantidades habrían abierto finalmente a mercados más grandes. Pero, mientras tanto, nadie se interesó en desmontar la máquina de la producción y en radiografiar lo que sucedía en Italia en las fases intermedias de elaboración del producto, para comprobar lo que realizaba de forma efectiva la máquina y lo que representaba una contribución de adaptación continua y de acabado cualitativo realizado por un obrero especializado (o artesano moderno). El mundo del diseño prefería hablar, más bien, de proyecto, de cultura del proyecto y de sus protagonistas/diseñadores, concentrándose en el nivel high de la disciplina y en la contribución cultural que aportaba a la sociedad italiana. En paralelo, rasgos artesanales de calidad seguían llevando a cabo su función imprescindible en el producto y hacían posible todas las solicitudes y los forzamientos, incluso los más extremos, que buscaban los diversos proyectistas bajo la cortina protectora de una lógica llamada “industrial”. Todo ello habría evolucionado de forma muy distinta con el cambio de marcha del siglo XXI. En el mundo globalizado, con la presencia de nuevos actores y de escenarios emergentes, la cultura industrial se convirtió en un hecho ya universalmente disponible, simplificada y aplanada en sus aspectos tecnológicos que ahora aparecían al alcance de la mano para todas las latitudes del planeta. De la misma forma, la cultura de los diseñadores en un mundo muy saturado y sin reales demandas funcionales (o por lo menos donde la oferta de propuestas proyectivas superaba la demanda) se basaba en un proyecto débil en el que la innovación estaba hecha de continuos, pero al mismo tiempo pequeños, pasos hacia adelante. Ambos fenómenos abrían al diseño una autopista para la simplificación, pero al mismo tiempo llevaban a un producto difuso por su preocupante homogeneidad. Lo único que parecía alejarse de todo esto era el sustrato artesanal de calidad que permanecía en el procesamiento industrial. La diferencia la habría podido seguir haciendo, en ese caso, sobre todo el artesano, con su aportación de recetas todavía semisecretas y de fragmentos de manualidad que ahora volvían a aparecer como un factor de diferencia y como una antigua herencia jamás revelada. Cuando luego, para algunos productos, la cantidad industrial vendida por algunas empresas durante los primeros diez años se redujo hasta el punto de situarse en las decenas y docenas, se revisó la coartada de los números y el papel de la artesanía se restableció completamente al honor del mundo.
Este es, por tanto, el tema sobre el que es necesario hablar: ¿Quién se ocupa actualmente de la investigación? ¿Quién se ocupa de la complejidad?
Las grandes marcas, surgidas con el nuevo siglo, han tenido otras cosas en las que pensar y si se han creado es porque querían poner orden en el complejo apartado de la “distribución” del diseño, en ese 40 o 50% que, al abrirse el mercado global, creaba problemas particulares o muchas otras ocasiones. Seguramente no se unieron con la finalidad de llevar a cabo una investigación orientada al producto. La economía de escala exigía que identidad y racionalización constituyeran el tema central de las nuevas bases, pero el tipo de producto que surgía de la concentración de las marcas era inevitablemente algo que llevaba consigo el sabor del contract, es decir, que estaba pensado para grandes suministros, ni bonito ni feo, correcto como producto sí, pero también suficientemente plano como para no crear imponderables saltos imponiéndose de esta forma a través de una especie de producto “indeterminado de calidad”. Para huir de todo ello, la artesanía era la única capaz de proponer todavía calidad e unicidad, con su forma sencilla y flexible, y la única capaz de crear el just in time a un costo relativamente bajo. En ese caso, habría habido espacio también para el error o para el proyecto que no siempre termina de forma correcta, pero que es sostenible durante la fase de la experimentación sin excesivas inversiones en una situación de mercado que, en los últimos diez años, parecía ya muy delicada. El artesano era el único capaz de aceptar algunos desafíos temerarios, que podían llegar desde los rincones más remotos de los países emergentes, y el único que podía realizarlos una primera vez para repetirlos poco después con una mínima demanda de variación. O bien trabajar en el ámbito de la pieza única y del sector “a medida”, donde prototipo y producción coincidían en el ejemplar de tirada 1, la mayor parte de las veces con un elevado nivel de complejidad. En esto, nuestro país demostraba ser sumamente moderno y completamente en línea con la observación de Luigi Pasinetti que indicaba cómo “la riqueza de una nación industrial es algo completamente distinto de la riqueza de las naciones preindustriales, o más bien, es algo más profundo. No está formada por la riqueza de los bienes que posee sino más bien por el conocimiento técnico de cómo producirlos” (1). De la distinta perspectiva de la crítica de arte, en una fase de gran expansión industrial como el final de la década de los setenta, se daba cuenta también Pierre Restany, que veía la importancia de este rasgo artesanal cuando hacía notar cómo los italianos habían conseguido ser perfectos ebanistas del plástico, al haber sabido reconocer “la inteligencia del material”. Y la observación se habría podido extender a todos los nuevos materiales que hubieran aparecido en la escena desde ese momento, como si cualquier forma de innovación técnica pudiera interpretarse siempre “como ebanistas”. Era suficiente saber escindir determinados momentos de la producción para que se cumpliera a nuestro lado, de la mejor forma posible, esta o esa fase de proyecto a unir luego a las sucesivas de una cadena. Una línea de producción de corriente alterna y segmentada, pero que permitía pasar de uno a otro de estos compartimentos de trabajo casi naturalmente. Como en un montaje cinematográfico, se conseguían combinar lógicas heterogéneas entre ellas en las que las relaciones y los enlaces estrechos se creaban gracias a un principio de calidad.
El sondeo que hemos querido efectuar acerca del diseño de Foscarini gira alrededor de tres estructuras ligeras de la producción unidas a tres formas de interpretar la materia,
que van exactamente en la dirección del proyecto moderno, es decir, que se dejan llevar hacia movimientos progresivos de una materia que se desplaza en sus modalidades de uso como si en el nuevo siglo adquiriera otros significados. Para empezar, ya no es la materia sino el material, y el material es una materia ya transformada por la reproducción industrial que nos devuelve un producto de segunda derivación, un producto también híbrido, un preelaborado capaz de transferirse en otra cosa. En su condición de perenne transformación, ya no es su masa la que identifica la calidad sino sus posibilidades de extensión y de versatilidad, todavía mejor si se declinan en el principio de resistencia+ligereza+elasticidad. Crea, Vetrofond y Faps son las tres empresas en cuestión y 7, 47 y 35 el respectivo número de los encargados a los que se añaden sus propietarios, uno o dos a lo sumo por empresa. Cemento, vidrio y fibra de carbono son los materiales que abren el capítulo de cómo en el siglo XXI un nuevo sentido del material se acompaña con una necesaria fase de reconversión y de reposicionamiento industrial. No estamos en el 1945 y el tipo de reconversión no es la de la Iso que pasó de las calderas a las motocicletas y ni siquiera la de la Piaggio que pasó de las estructuras laminares para bombarderos al escúter, pero es, en cualquier caso, una forma de reconsiderar la forma de producir de la empresa, fruto de la subversión del mercado de los últimos quince años. Se trata de un cambio de perspectiva aun permaneciendo en la propia especificidad. Aunque el marco se modifica para llevar a cabo esta transformación, el tema de la artesanía industrial se propone de nuevo a través de un mismo tipo de conductor y de figura clásica del diseño italiano. Es la misma figura espuria del obrero-artesano, del patrón-proyectista, del productor-editor que se presenta de nuevo en escena. Es la forma italiana de inventar una especie de resolutor de problemas a todo campo que se coloca entre técnica y forma, entre detalle y servicio, entre subcontratación de calidad y concentración de varios procesamientos en una única persona. Se trata de figuras-perno, centrales para nuestra historia, como Natale Cappellaro, obrero de la Olivetti, primero montador de las máquinas de escribir MP1 y luego proyectista de las revolucionarias calculadoras de varias operaciones; o como el ingeniero Carlo Barassi, que pasó de las protecciones en gomaespuma para los depósitos de los bombarderos durante la Segunda Guerra Mundial a los nuevos asientos en elastómeros para los automóviles, y luego a los acolchados domésticos de la Arflex; y como Enrico Garbarino que se dejó convencer por Ettore Sottsass para lanzarse en la aventura de fabricar superficies “falsas” en laminado, uniéndolas a una hoja de contrachapado o de aglomerado de resinas melamínicas prensadas, con las que inventó el Abet Print. Habiendo centrado el objetivo en Crea, Vetrofond y Faps, Foscarini demuestra creer en esta dimensión.
Crea es una creación de Giovanni Piccinelli que nace como cementista y que, tras haber estado trabajando durante un periodo en Suiza, patria del hormigón a vista y de sus tratamientos más refinados, abrió su propia empresa en Darfo Boario. Los productos para la construcción y los componentes en hormigón constituyeron el centro de su producción hasta finales de la década de los noventa, cuando la crisis en el sector inmobiliario complicó el mercado. Piccinelli estuvo a punto de abandonar y ponerse a fabricar macetas como pasatiempo, pero precisamente en ese momento empezaron a llegarle demandas para fabricar lámparas y elementos de mobiliario para exteriores. Pensó que con productos de pequeño tamaño habría corrido menos riesgos y aceptó el reto. Su experiencia en la valoración del desmoldeo de las piezas y los problemas de corte sesgado le hizo superar fácilmente este sustancial cambio de escala hacia el objeto. Al mismo tiempo, la actividad con el componente inmobiliario en hormigón permanecía en la tradición de fondo de la empresa, pero se desplazó de la producción corriente de umbrales, bordillos o balaustradas al encargo especial, al encargo “a medida”. Para Vittorio Moretti y las bodegas Petra, diseñadas por Mario Botta en Suvereto, apostó y se propuso para resolver el complicado problema de cubrir 200 columnas en acero. Sus 200 vainas con nervios en hormigón de 3,80 m de altura y 15 quintales de peso cada una, realizadas en dos piezas, son un ejemplo perfecto de diseño del componente. La relación con Foscarini empezó con un proyecto aparentemente impensable como la lámpara Aplomb con reflector en cemento de Lucidi y Pevere. Crea se había apoyado hasta ese momento en un fabricante de moldes de la zona de Bérgamo, pero para este proveedor, un objeto pequeñito y delicado como el cono de la lámpara Aplomb se veía sobre todo como un problema. Cuando el proveedor de moldes decidió jubilarse, Piccinelli pensó que habría simplificado mucho el procedimiento si hubiera adquirido la técnica para fabricar los moldes, y eso es lo que hizo. Era demasiado aleatorio depender de un proveedor para una fase de proyecto y por ello, actualmente Piccinelli ha aprendido a hacerse los moldes en una de las naves de la empresa donde fabrica también los moldes en goma y en silicona. No se trata tanto del coste de un molde (600/700 euros) sino más bien de la pérdida de tiempo y la incomodidad de no poder seguir la continuidad del proyecto “en casa”. Tratándose de un trabajo en curso y con tiempos a menudo largos, era mejor tener todo al alcance de la mano.
Y en efecto se necesitaron entre 200 y 300 lámparas de prueba para llegar a la solución final para Aplomb.
Y actualmente, mientras que al inicio la lámpara trabajaba con unos 5 moldes, se utilizan aproximadamente 45. En la pequeña empresa de siete personas, de la producción de la Aplomb se ocupan tres obreros (Vasile, Radu y Mamadou) de los cuales dos se encargan de la colada y uno del acabado. Los obreros se ocupan del trabajo a partir de la colada, no intervienen en los prototipos. Con los hijos Ottavio (que se ocupa de la producción) y Carlo (proyectista que se ocupa del sector comercial) ha empezado esta conversión hacia el objeto doméstico que no ha sido para nada sencilla. Era necesario, sobre todo en la fase de arenado, prestar una atención especial para obtener siempre una irregularidad controlada de la granulometría y del poro abierto en el cemento del reflector, un detalle que los obreros al inicio no tomaban en consideración, creyéndolo una pérdida de tiempo. Ottavio pensó entonces en llevarse consigo a Milán, a la Feria del Mueble, a los tres obreros que se ocupaban de la lámpara, para hacerles entender que estos objetos estaban destinados a la casa y a un mundo donde el acabado tenía otro valor. Así entendieron la importancia de dar el último toque a los bordes de la parte estrecha y ancha del cono a mano, con el flexible, antes de pasar al arenado, una operación necesaria para eliminar las rebabas de la colada. Cuando todo está listo, tras un pasaje a través de un acabado de material hidrorrepelente y tras haber superado el control de calidad de los hombres Foscarini, se manda a Pordenone donde las lámparas se someten a electrificación y luego vuelven de nuevo a Marcon. Evidentemente Piccinelli se ha tenido que acostumbrar a un mundo en el que los controles de calidad, que se llevan a cabo aproximadamente dos veces al mes mediante mediciones precisas con el calibre para controlar los espesores del cemento, no tienen nada que ver con su precedente universo, donde el encogimiento de los componentes para la construcción tras el desmoldeo provocaban diferencias incluso de varios centímetros. Se trata de un cemento que ahora va hacia la miniaturización en el lapicero, en las barras para cortinas y en la grifería que producen y del que siguen perfectamente el “desplazamiento”.
Giancarlo Moretti, uno de los dos propietarios de Vetrofond, confiesa que aborda todos los procesos de elaboración del vidrio pero que se considera un especialista de la técnica del zanfirico, un procedimiento con el que se calientan en el horno las plaquitas para luego torcerlas y obtener un tema a espiral. Pero hasta su sede, en Casale sul Sile, sobre todo “vienen todos a soplar”. Y en efecto, la famosa Louis Poulsen trabaja con Vetrofond cada vez que abandona sus chapas metálicas y sus globos acrílicos para abordar el vidrio en los plafones de Arne Jacobsen o en los reflectores de Verner Panton. Para soplar y decorar sus vidrios prefiere dirigirse al Véneto y no al territorio alemán/bohemio. La relación de Vetrofond con Foscarini dura desde hace años y su facturación constituye un importante 20%. Los especialistas del soplado son todos italianos y su formación es muy larga porque se necesitan mínimo cinco años para preparar a un soplador. El trabajo se organiza en equipos de 3-5 obreros que se especializan con los modelos de un fabricante en concreto. En el caso de Foscarini, son dos los equipos que siguen la producción y los cinco componentes del equipo se intercambian los papeles entre soplado y acabado. Tras coger con la barra la pea, la bola de vidrio en forma de pera, la pasta vítrea se sopla y se adapta al molde. El procedimiento es siempre artesanal y se puede hacer poco con las máquinas. En el caso de la lámpara Rituals de Ludovica y Roberto Palomba se necesitan aproximadamente tres minutos para la fase de soplado y unos diez minutos para el acabado. Para obtener ese acabado especial tipo yeso, que es capaz de hacer resaltar una cierta irregularidad en las ranuras, la lámpara se lija externamente con una cinta y se trabaja para evitar la presencia de manchas y para obtener una distribución uniforme del blanco. Sólo de esta forma se consigue obtener un tono caliente similar al del papel de arroz (como en algunas lámparas de Isamu Noguchi) que “sorprende” respecto a la luminosidad típica del vidrio. Otra forma para transfigurar el efecto del vidrio es el de recurrir a colores apagados que se funden más con los tonos del ambiente. En la serie de lámparas Buds de Rodolfo Dordoni, lo que se quiere es reducir el efecto brillante del vidrio mediante verdes, grises y marrones, colores intencionadamente fríos, que implican una difícil dosificación para alcanzar el tono de las mezclas con adiciones de minerales con óxidos de hierro. Cada una de las pruebas de fusión efectuadas para Foscarini, cuya receta se conserva celosamente, es complicada e implica, para Moretti, costes muy elevados si se consideran “aproximadamente 100 kg de material, el coste del gas, la mano de obra y el de la ausencia de producción” pero se entiende que incluso así se trata de algo que lo apasiona.
Crea y Vetrofond producen de esta forma una innovación en el uso del material que significa sobre todo la inversión de un efecto técnico
Se pide al cemento que se convierta en material doméstico y que pierda su connotación brutal, se pide al vidrio soplado que pierda la dimensión flamboyante de lo excepcional y que se mimetice en lo posible entre los tonos del mobiliario de serie. El resultado es una desorientación en la percepción del material.
El tercer caso de la Faps se presenta, en cambio, como un interesante ejemplo de apertura sobre un material innovador, pero todavía poco aprovechado y poco domesticado en el ambiente doméstico, como la fibra de carbono, que lleva consigo una corrección de ruta en el core business de la empresa, que anteriormente se centraba en la producción de cañas de pescar de gran rendimiento. Fiel a la lógica del composite, Faps integró el campo del vidrio orgánico y de la fibra de vidrio con el de las nuevas fibras de carbono. Para su propietario, el ingeniero Maurizio Onofri, significó abrirse, a nivel de mercancías, a toda una nueva gama de productos de sectores muy distintos, a explorar cada vez que se buscaba, para un componente, prestaciones y pérdida de peso. Esto significa que en la empresa entraron rodillos para las industrias, cuadros de bicicleta, productos náuticos como postes cilíndricos, listones para las velas y extensiones de timones, así como permanecieron las cañas de pescar. El diseño, que con la fibra de vidrio había mantenido muy pocas relaciones (la sofisticada butaca Nena de Richard Sapper para B&B con estructura en vidrio orgánico en el 1986 se reveló demasiado complicada para la producción) y que se había limitado a las pocas experiencias de Alias en el sector de los asientos, tuvo que encontrar en el nuevo material composite una propia lógica específica que no imitara los materiales que lo habían precedido. Los proyectos de lámparas que Marc Sadler propuso a Foscarini parecían centrar en la lámpara de pie la tipología exacta para los desarrollos posibles del acoplamiento entre fibras de vidrio y fibras de carbono e implicar a Faps en el proceso de experimentación sobre la iluminación. Faps trabajó entonces alrededor de una economía de los enlaces entre estos dos materiales y sobre su integración sinérgica: una, la fibra de vidrio, que tiene características de mayor flexibilidad; la otra, la fibra de carbono, que presenta, en cambio, mayor rigidez. Los secretos del composite se encuentran en la mezcla entre el tipo de fibras y el tipo de resina antes de que se cocinen en el horno. Tress es una lámpara creada alrededor de la matriz “textil” del componente-cinta, superponiendo cinco tiras de distinto tipo de cinta y de distinta anchura que constituirán el cuerpo-columna para utilizar luego, en la base y en la parte superior de la pantalla del grupo luz, también la fibra de carbono. Mite es un Luminator moderno y su sección cónica variable es el producto de elaboración de una piel de nuestros tiempos. En el mostrador de laminación, Fausta y Lia planchan el tejido de fibra de vidrio (que ellas llaman “piel”, la superficie externa) y que se aplica luego sobre el molde haciendo que adhiera a la calandria.
Se trata de un gesto arcaico, casero y muy delicado que a veces llevan a cabo los hombres, pero que ellas realizan mejor que nadie.
En medio de un escenario de máquinas y herramientas de alta tecnología, se abre una fase de elaboración que recuerda a la costurera que está vistiendo a la esposa, una imagen fija que nos muestra el tiempo necesario para realizar este trabajo. El largo filamento negro en fibra de carbono completa la estructura pasando por el carrete, mientras la versión en amarillo es una prerrogativa del hilo de Kevlar delicado y semielaborado que está sujeto con mayor facilidad a rupturas y residuos (de la versión en carbono se venden 1500 al año, de la de Kevlar aproximadamente 50). La dimensión monumental de la fibra de carbono se ha utilizado y experimentado en la Twiggy, lámpara con vocación ambiental cuyo poste constituye un auténtico desafío técnico. El poste se dobla y oscila y, para alcanzar las características mecánicas para el curvado, se ha dividido en dos piezas. El desarrollo de la varilla de aproximadamente 320 cm implica la duplicación del poste en un primer elemento más rígido en la parte baja en fibra de carbono y de un elemento en la parte alta en fibra de vidrio reforzada, a la que se suman bridas y tiras de refuerzo en la punta. Aquí la lámpara se ha sometido a una carga de 9 kg para comprobar su resistencia global y la flexibilidad del poste a través de las 150 muestras que han sido necesarias para llegar a determinar la varilla definitiva. Para los difusores de la Twiggy se utiliza un tejido de vidrio pigmentado con resina negra cuya acumulación de resina se tiene que dosificar con sabiduría y, en caso necesario, limpiar cuando sale del horno para crear un muaré sin llegar a tener manchas. Una mano de barnizado, que Faps efectúa internamente, dará a la lámpara su aspecto definitivo con un esmaltado del poste en negro, blanco sucio/gris, carmesí, greige o índigo. Gracias a la ligereza obtenida mediante el material composite, la lámpara Twiggy alcanza los 290 cm de altura, mientras la lámpara Arco de Castiglioni llegó sólo hasta los 250 cm. Los pesos de las dos lámparas muestran todo el valor de las décadas pasadas respecto a la técnica: Twiggy pesa 17 kg, Arco pesa 64 kg.
Este recorrido por lo recovecos de la artesanía industrial es nuevo y antiguo al mismo tiempo.
Foscarini se introduce a distancia de cincuenta años en el mismo centro cultural ocupado por el producto estudiado en su época por Azucena o por Danese, dos empresas que actualmente adquieren históricamente una importancia todavía mayor por el recorrido contracorriente que habían emprendido. Sin recurrir nunca a la idea de producir por su cuenta y en su sede, estos editores/fabricantes, que nacieron respectivamente en el 1949 (Azucena) y en el 1957 (Danese), triangularon en los distritos industriales y por los polos industriales diseminados, cuando la adquisición y la concentración de los medios de producción parecía la única premisa posible para sentarse en la mesa del proyecto moderno. Ellos, en cambio, se introdujeron entre las redes de la industria y de la artesanía, mezclando las lógicas (es conocida la demanda de Bruno Danese a un fabricante de tuberías para alcantarillados de cortar a 30° el tubo gris en polipropileno y constituir un borde para fabricar la papelera In Attesa de Enzo Mari). La búsqueda de la fase de elaboración que se pueda transferir al producto de serie es la misma que interesa a Foscarini, así como algunas quejas de los productores con respecto a Foscarini por la meticulosa búsqueda de estándares de calidad me parecen las mismas de las que se quejaban los artesanos de la industria que producían para Danese. Con Danese se efectuaba una política de los autores muy limitada y aristocrática, casi una continua autoconsciencia en el proyecto (sólo Mari, Munari y los dos Danese). Con Foscarini se abre una política con muchas voces, puesto que los diseñadores que colaboran en el catálogo Foscarini son aproximadamente 33. Esta multiplicación de contribuciones mueve suavemente la aguja de la balanza del contenido del proyecto a la forma de producirlo, como el punto central de reconocimiento de la empresa. Actualmente, las operaciones satisfactorias, como recuerda Andrea Branzi “pueden producirse sólo mediante la organización de aparatos provisionales”, aparatos temporales inteligentes que “evitan las estructuras complejas” (2). El tamaño de esta artesanía neoindustrial es provisional e intensamente manual. El encanto de este estudio intensivo, basado en el hacer y que a menudo tiene una progresión poco lineal y difícilmente programable, es el mismo que se puede producir en un laboratorio espacial de alta tecnología. El concepto de trabajo continuo, de estado de perenne modificación y perfeccionismo, llevado a cabo día tras día, puede producir innovación y cada mínimo paso hacia adelante puede surgir de una combinación informal producida en un estado de vaga inconsciencia debida a esta hiperactividad. Wernher Von Braun, ingeniero alemán padre del estudio espacial más extremo, primero con los cohetes V2 que devastaron Londres y luego con la nave espacial Saturno V para la Nasa, pensaba en el estudio tal como lo hace un artesano, definiéndolo como algo que “hago cuando no sé qué estoy haciendo”.
Manolo De Giorgi
Manolo De Giorgi, arquitecto, ha abierto su propio estudio en Milán en el 1989 ocupándose de reestructuraciones, interiores y equipamientos. Ha sido redactor de las revistas Modo y Domus. Se ha ocupado de las muestras: Techniques Discrètes (1991), 45-63. Un Museo del Design in Italia (1995), Marco Zanuso (1999) Camera con vista. (2007), Olivetti. Una bella Società (2008) Magnificenza e Progetto (2009) y los respectivos catálogos. Es autor de Carlo Mollino. Interni (Segesta, 2004), Design (Zanichelli, 2007), Enzo Mari (Il Sole/24 Ore, 2011). Desde el 2010 colabora con la Fundación Bassetti investigando la relación entre artesanía y diseño a través de nuevos medios expresivos como el espectáculo teatral Mani grandi senza fine (Piccolo Teatro Milano, 2011) y la película Avanti Artigiani (2014).
Note
1. Luigi Pasinetti, Dinamica strutturale e sviluppo economico, Utet, Torino,1984, pp. 314-315 2. Andrea Branzi, Modernità debole e diffusa, Skira, Milano, 2006, pag. 53
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