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Carlo en Nueva York
– BROOKLYN

CARLO A NEW YORK

Nueva York por doquier

«Incluso Nueva York puede hacerte ver, de forma distinta, cosas que pensabas conocer perfectamente. Esta ciudad sabe ser muy mediterránea. Puede parecer una frase hecha, pero cada día me parece que la luz es distinta.»

ASCOLTA LA STORIA LETTA DALL’AUTORE, FLAVIO SORIGA

Una casa llena de ventanas con una historia para escribir

Una amiga mía, sarda como yo, vive en Nueva York desde hace diez años. Su marido es un músico de jazz, se llama Avram, es hijo de inmigrantes rusos de Brooklyn. Me llevan de cena a Fanelli, un lugar en el que no había entrado nunca y que me parece conocer desde siempre. Se saludan, se reconocen y se abrazan todos, los clientes y los camareros y camareras. En la pantalla hay un partido de fútbol americano, pregunto a mi amigo si es un deporte que sigue. «Yo crecí en Brooklyn, me gustaba el soccer, el fútbol, y me gustaba el jazz», me contesta. «Mi mujer piensa que el fútbol es una cosa de persona media. Quizá en Italia es así, pero si creces en América, amar el soccer te convierte en un excéntrico. Mirar el soccer y escuchar jazz, cuando yo era pequeño, era algo muy extraño». El mundo se parece cada vez más, sufrimos todos de una sobredosis de imágenes, vídeos y audio, viajar ya no es la aventura que era en el pasado, pero sigue siendo una experiencia extraña. Incluso Nueva York, que es un lugar que todos pensamos que ya conocemos un poco antes de llegar, pero que es una ciudad que puede hacerte ver, de forma distinta, cosas que pensabas conocer perfectamente. Como el fútbol. El propietario de la casa con el que he quedado después de cenar con mi amigo jazzman ya lo conozco porque viene de mí misma ciudad de mar, aunque no lo había visto nunca antes de que me abriera la puerta. Conozco su acento ligeramente arrastrado, su rostro juvenil que no envejece y su sonrisa astuta. Podríamos hablar de nuestro equipo de fútbol durante horas, pero esta noche no porque somos dos compatriotas, aunque estamos en la otra parte del mundo respecto a casa, rodeados por Nueva York, en esta casa en la planta quince, completamente acristalada. «Se ve la Estatua de la Libertad, incluso por la noche, si miras en la dirección correcta». Lo intento, pero no la veo. Veo Manhattan, sus rascacielos, el ponte de Williamsburg, el East River. «Para hablar de la casa tenemos que esperar a mi mujer, Fleur», dice Carlo. « Es ella la que toma las decisiones, yo la dejo hacer». Carlo trabajaba en Londres desde hacía muchos años, luego un amigo sardo le pidió que viniera aquí a dirigir uno de sus restaurantes. «Me ha dicho: ‘Ven a verlo, no quiero exagerar, pero esta ciudad sabe ser muy mediterránea’. Y tiene un poco de razón, si llegas de Londres te encuentras con un cielo despejado, la luz y el agua a tu alrededor. Crecí en una casa de Cagliari desde la que se veía el mar, pero hasta que no me fui de allí no me di cuenta de que era una cosa preciosa». La mujer de Carlo es francesa y trabaja en la ONU, ha viajado mucho. «Quería a cualquier precio estos mapamundis, ¿ves? Hasta que no encontró exactamente los que quería, no dejó de buscarlos. Pero la casa la elegí yo, ella es más un tipo de casa antigua, con antiguos ladrillos rojos, escaleras de incendios y viejas ventanas. Cuando esperábamos a nuestra hija pensé: a cualquier precio, no quiero terceras plantas con escaleras estrechas y sin ascensor. Vimos muchos lugares, la mayor parte de ellos horribles, hasta que un día me encontré este edificio, nuevo. Me volví loco: una casa con vistas en tres lados, toda luz. Pensé: seremos los primeros en venir a vivir, el primer capítulo de la historia de este apartamento». Mientras Carlos explica, su hija Lulù, seis meses y muchas palabras incomprensibles por decir, no calla nunca. También cuando llega su madre sigue hablando por los codos. ¿Os gustaría que vuestra hija creciera aquí?, pregunto a los dos. «Yo estoy aquí desde hace diez años», dice Fleur, «nuestros trabajos podrían llevarnos a otros lugares, pero estaremos siempre unidos a Nueva York, a nuestros amigos. He vivido en Senegal, Madagascar, México, Dinamarca, en el futuro, quién lo sabe”. Lulù, en los brazos de su padre, escucha atenta y, por un momento, en silencio. «Mientras tanto le enseño los amaneceres y los atardeceres desde la terraza», dice Carlo. «Puede parecer una frase hecha, pero cada día me parece que la luz es distinta». No es nuestro Mediterráneo, pero en fin.

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