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Maria a Nápoles
– CHIAIA

Maria en Nápoles

Una terraza sobre la ciudad

«Esta ciudad es un teatro, un museo, un campo de juego y de maldición, habitada por miles de vidas amontonadas, concentradas, puestas en escena, y Maria desde aquí arriba observa la ciudad y sonríe, como un olivo posmoderno que sabe que cada uno de nosotros tiene raíces con las que lidiar, y cada uno lo hace a su manera.»

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Yo era un olivo enano generado por vientos jónicos

«Los sardos tenéis un gran sentido de la religiosidad», me dice Maria. Yo me paro –estamos paseando por una zona de Nápoles elegante, ordenada y silenciosa– me paro, la miro y sacudo la cabeza. «No, por favor. Los sardos no existen», le digo. Los sardos son todos distintos entre ellos, como los napolitanos. Sólo quien no ha estado nunca en Nápoles piensa que Nápoles es toda igual. Que existen los napolitanos con un carácter único y una única forma de vivir la vida. En cambio la ciudad es demasiado inmensa para explicarla con dos o tres caracteres, y Maria lo sabe perfectamente. Maria è mediterránea, napolitana, un poco normanda, quizá, totalmente posmoderna. «Yo era un olivo enano generado por vientos jónicos», me dice Maria citando una frase de Elsa Morante. El olivo representa Grecia y Cerdeña, representa África del norte y España, somos yo y ella de la misma forma. Maria vive en una casa de alquiler, pero es completamente su casa, es el resumen de cien vidas, porque ninguno de nosotros ha vivido sólo una, sobre todo cuando llega el momento de las canas. «El olivo», dice Maria, «es una planta que explica todo el mediterráneo, tenemos el olivo exuberante de las costas y el de Pantelleria, pequeñito, retorcido y con las ramas hacia abajo para refrescar y hacer sombra». También el olivo es muchas cosas, como los sardos y los napolitanos. «Tengo cuarenta y ocho años y he decidido que quiero que se vean las canas. Se tiene que ver la vida que ha pasado, ¿no?». La casa de Maria está llena de cerámicas, cuadros, muñecas antiguas de los Flandes, arte y luz. «Era el mes de mayo de hace diez años y en cuanto entré en esta casa me dije: Esta es mi casa. Es una casa cálida, acogedora, hecha con toba amarilla, el color del sol cálido e intenso. Vivía en ella desde hacía sólo dos días, pero organicé un banquete, no había lámparas ni muebles, tenía sólo cajas por todas partes, pero recibí a mis huéspedes».

 

Maria è professoressa universitaria e critica d’arte, piena la sua vita d’arte e bellezza. “Quella prima cena, organizzata con quattro cose, di fretta, dopo l’inaugurazione di una mostra, è stato come dire alla casa: guarda che nonostante manchi molto perché io riesca a farti essere accogliente, dovremo fare in modo che tutti si devono sentire accolti, qui”. È un cantiere, anche, casa di Maria, un posto dove si incontrano artisti, critici, amici e sconosciuti. “Ogni tanto vado a cercare una casa da comprare, poi però mentre sto andando mi pento, mi annoio, in fondo la proprietà non mi interessa di per sé, mi interessa sentire mio un posto, sentirlo soltanto, m’importa che tutti qui stiano a proprio agio”. E fuori questa città, Napoli, che la gente pensa abitata da suonatori di mandolini casinisti e adoratori della pizza, della mozzarella e dei maccheroni, e invece Maria per pranzo prepara riso nero e verdure al vapore, mangiamo nel terrazzino, c’è il sole. “Non riesco a pensare ad una casa qui a Napoli in cui non ci sia uno spazio all’esterno, il fatto di avere un prolungamento verso il fuori, verso il teatro della città, un luogo in cui sei esposta alla vista. In un terrazzo perdi l’intimità assoluta ed entri già in scena, entri in questa città teatro in cui è così comune stare in giro, fuori, nella rappresentazione più che nell’intimità”. Questa città è un teatro, un museo, un campo da gioco e di dannazione, un milione di cose diverse, abitate da milioni di vite ammassate, concentrate, messe in scena, e ognuno ha il suo teatro, e Maria da quassù osserva la città e sorride, come un ulivo postmoderno che sa che ognuno di noi ha radici con cui fare i conti, e ognuno li fa a modo suo.

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